Las madres de África

Se levanta despacio, poco antes de que salga el sol para iluminar sus ojos enormes como la verdad que se esconde en su alma. Un breve paseo hasta la charca para asearse y después de vaciar en su boca un cuenco de una mixtura de harina de mandioca y agua, Shaniya recoge su toga de mil colores y un falso atillo que colgará a su espalda escondiendo un bebé que se despereza sin un sollozo, sabiéndose seguro.

Apenas se pinta de colores el alba, cuando comienza a andar por un camino polvoriento que besa sus pies desnudos, llevando una docena de kilos de ananás sobre su cabeza. Le esperan once kilómetros hasta el suburbio de Kpagouda, en su andar rítmico y firme se adivina el coraje de los que saben que su esfuerzo es útil para otros, mientras, con una sonrisa robada saluda a otras mujeres que se juntan formando un rosario viviente de mujeres que se pierde en el horizonte.

Con su retoño cargado a su espalda y con la esperanza de obtener los escasos cuatro euros que le permitirán sobrevivir, millones de mujeres africanas tejen incansables la economía de la existencia mínima, sin mayor esperanza que llegar al día siguiente.

Mientras tanto sus hombres, niños y mayores gastarán el día corriendo unos y medrando los otros, por calles infestadas del hedor penetrante de la miseria mezclada por el sudor y polvo inevitables, ya que el asfalto, igual que las oportunidades de salir del pozo, siguen de huelga en los pueblos tercermundistas.

Y en todo este bullicio de mercados, animales y gentes, no puede ocultarse este permanente silencio de África; suena como el vacío que produce el miedo que amortaja la expresión de los sentimientos porque el conformismo y la incultura los mantiene encadenados a la esclavitud de la pobreza.

Sólo desde la pasividad pueden asumir ser gobernados por el terror que infunden los políticos alimentados por la codicia de los colonos europeos que se escudan detrás de ejércitos corruptos siempre amenazantes.

Casi nadie piensa en el futuro porque nadie es dueño de su propio destino, sólo unos pocos roban el valor de sus antepasados para embarcarse en una patera que les lleve al norte y desde allí inventar un futuro para ellos y sus hijos.

Y ellas, las madres de África, siguen el camino del mercado erguidas, orgullosas, sobradas de la dignidad que no tienen la mayoría de payasas de nuestro mundo que venden sus vidas en los medios teñidos de rosa, porque sus ojos negros profundos e interminables contienen la verdad del trabajo interminable de todos los días, de todas las lunas y de todos los soles para dar de comer a sus hijos.

Mientras, sigue caminando. En la mirada de Shaniya se confunde la duda con la esperanza, no comprende porque tanta tecnología no les hace más felices. Se pregunta porque el falso progreso arrastra a los suyos para dejar de vivir en armonía con la naturaleza, tampoco entiende porque no pueden los pueblos discurrir en paz como los deltas de los ríos, ni quién dicta las reglas para crear fronteras y éstas se protegen con la codicia y la ambición del hombre.

Y se aleja ella y sus pensamientos con la carga en su cabeza y ese niño en la mochila calladito porque se siente seguro colgado de su madre, y pasará éste y muchos días con ella, la acompañará, se agachará al borde de la carretera a vender la fruta, sabiendo sin comprender el porqué de que su vida, como la de todas las familias del mundo, siempre estará asegurada porque tiene una madre trabajadora que cuida de él.