Sólo hemos necesitado treinta años para enterrar la mayoría de nuestros sueños. Hemos confundido Internet con la comunicación, olvidando aquellos valores que heredamos de nuestros padres, hemos cambiado la tertulia por el e-mail y de la misma forma que enterramos a Kerouak, Altusser o Sastre no tenemos tiempo para explicarle a nuestros hijos que hace poco tiempo fueron nuestra esperanza para hacer un mundo mejor. Nuestros hijos no quieren escucharnos las pocas veces en que les hablamos porque piensan que ocupando nuestros puestos de trabajo, ganados por rutina más que por merecimiento, estamos entorpeciendo el camino para que ellos más jóvenes, más preparados y más ambiciosos puedan impulsar sus sueños de emprendedores.
Nos acusan de conservadores, simplemente porque tenemos miedo a perder ese estatus de ficción en el que nos sumergimos y que defendemos con una buena casa, vacaciones caribeñas en las que se incluye todo, menos la espontaneidad, pero compramos su libertad a cambio de darles pan y cama dejando que escondan su soledad en una discoteca. No les dejamos comprender que nuestras miserias sólo se traducen en un puesto de ficción en cualquier consejo directivo y en la inseguridad del crédito de una tarjeta de plástico que cada día vale menos y que compra casi todo, excepto el tiempo que nos va robando cada vez que aparece una nueva cana en nuestra sien.
En esta huida hacia delante hemos perdido la capacidad de escuchar los mensajes de la Naturaleza, controlar los quejidos en forma de inundaciones y catástrofes que sólo contemplamos desde el televisor, hemos profanado la tierra escondiéndola detrás de los bloques de hormigón que rinden tributo a un supuesto bienestar sólo basado en el consumo y ella se rebela devorando entre agua y viento nuestras frágiles posesiones.
Nos disfrazamos con trajes concebidos para personas distintas de nosotros a fin de ser aceptados en aquellos círculos de poder en los que sólo se nos valora por lo que poseemos y de esta forma podemos ocultar nuestros complejos y necesidades.
Y detrás de una bata de terciopelo nos paseamos por el duplex escondiendo a menudo la mediocridad de estas jornadas inacabadas en las que vendemos nuestras emociones orillando en los caminos de una televisión que odiamos, recuperando en un sofá la fuerza que nos falta para seguir la monotonía de nuestro trabajo el lunes siguiente. Compramos buenos colegios para nuestros hijos y de esta forma renunciamos a educarlos directamente, con la absurda ilusión de creer que un cheque mensual servirá para forjar su carácter y beber la fórmula del conocimiento, pero les negamos el derecho a recibir nuestras vivencias porque les robamos el tiempo de compartirlas con ellos.
Jugamos con el amor, creyendo que es un producto a merced del mercado de las compensaciones, nos miramos a menudo en los ojos de nuestra pareja, esperando descubrir que dentro de la burbuja de su mirada, se esconde aquella parte perdida de nosotros mismos y que no sabemos como recuperar. Estamos viviendo la vida sólo en presente, porque desconfiamos del futuro ya que la inmediatez del cambio nos condena a ser puros monigotes del avance tecnológico que, sin duda, nos supera. Corremos en esta bola de nieve son comprometernos a nada con el fin de no contraer obligaciones ante lo que nos espera.
Mientras mantenemos el alma prisionera de nuestros sentimientos hemos aprendido a sobrevivir en nuestro trabajo, machacando la pantalla del ordenador, ordeñando la bocina de nuestro loco-móvil los fines de semana ante amigos superficiales con los que compartimos poco más que la mediocridad de ser males jugadores de paddel o dominó y malos vendedores de utopías.
Pero ni podemos disimular el terror de las tardes dominicales, cuando tenemos al acecho la máquina del trabajo que devorará nuestra vida laboral, sin mayor reconocimiento que el cheque mensual y esta prejubilación que puede poner fin a esta comedia de peloteo con el jefe y formación permanente que jamás sabemos a quien sirve.