Si alguna vez te paseas por la Acrópolis de Atenas, acuérdate que allí mismo, hace veinticinco siglos, se incubó una nueva forma de vivir y entenderse y que se bautizó como democracia, aunque de aquel modelo proactivo, abierto y relativamente participativo –mujeres y esclavos no contaban- que desarrollaron Pericles (444 A.C) y otras personas ya con una cierta edad, sólo queda el nombre y la aspiración.
Es curioso como a todo el mundo, especialmente político, se le llena la boca con está mágica palabra, incluso a los propios dictadores. Recuerdo una frase de viva voz que escuché en mis años de marketing político (1978-79) a un mandatario hispano “no se de que se quejan, si hasta les dejamos votar” muy bueno el tema, tanto que las empresas lo han hecho suyo, sin llegar a entenderlo.
Parece que como estado nos toque este sistema político, tan mono y que sienta tan bien, llamado democracia, pero sabemos que esto no es así, mientras los griegos crearon toda su filosofía, arquitectura e incluso su espiritualidad a través de la humanización, nosotros vivimos manipulados por los políticos, estamos gobernados por la tele, nuestros líderes nos hablan sin estar presentes y les votamos una vez cada cuatro años.
En las empresas aún es más evidente, porque en lo económico sólo vale la eficiencia y la rentabilidad y si funcionamos es porque la mayor parte de los que trabajan admiten que no son iguales, que hay un grupo reducido que se ocupa de liderar, que al final la auténtica dictadura la impone el mercado y su juez y verdugo es una ciencia tan maravillosa como perversa denominada marketing.
Nuestros dioses actuales -porque hay más de uno- siguen siendo humanos, viven en palacios que nos enseña el Hola, han cambiado los carros alados por jets, sus tronos son de Marcel Breuer o de Luis XVI, se comunican domóticamente y en un prodigio de alquimia no muestran su oro, ya transformado en números y papeles con dibujitos al que llaman “dinero, pasta o tela”, aunque su universo sigue siendo tan virtual como lo era la mitología griega.
Una empresa no puede ser democrática porque unos saben lo que se debe hacer y otros lo hacen, algunos aportan valores añadidos y otros no, hay quien suspira por conciliar y otros viven por y para el trabajo, una parte se compromete y otros simplemente están allí, unos ponen las manos y otros el talento, hay quien cambia tiempo por salario y otros buscan un buen ebitda para tener éxito y ser promocionados y al final ganan los buenos, o sea los capitalistas.
Esta es la lección que nos queda de la democracia. He oído por ahí que en el siglo XVIII habíamos abolido la esclavitud y eso nos hacía mejores que nuestros antepasados griegos, pues que bien ¿no?, porque la gente que viene hacinada en pateras para trabajar en lo que aquí nadie quiere, cuando conviven 4 familias en un piso de 60 metros o no se paga un salario suficiente para vivir, cuando eres registrado en los aeropuertos como un delicuente, o te condenan a perder horas en colas interminables para moverte, etc., pues menos mal que a todo eso no le llamamos esclavitud.
Yo supongo que la auténtica libertad debe ser que alguien te ayude a elegir que ropa ponerte, que móvil comprar, dónde irte de vacaciones e incluso cuando toca hacerle el amor a la pareja, lástima que para conseguir esta ayuda te roben horas de sueño porque la publicidad ocupa una tercera parte de tu programa, las promociones sólo son el gancho del principiante, los viajes no garantizan horarios o buen trato y lo del amor depende de como hayas sobrevivido al estrés después de que te hayan bombardeado todo el día con tresmilanuncios, los libros de autoayuda y aguantar un jefe tóxico.
Pues bueno, si eso es la democracia, yo no se la vendo, prefiero regalársela.