Decía Séneca, hace veinte siglos, que gran parte de la bondad consiste en querer ser bueno. La frase huele a cierto hollín, como el catecismo de la infancia o los consejos maternos que sonaban tan vacíos como los bolsillos del niño que los escuchaba, pero creo que este tema hoy merece cierta reflexión.
Si nos paramos a pensar en lo que está ocurriendo desde el ángulo laboral, descubrimos que tenemos cuatro generaciones trabajando con visiones muy distintas de los valores vitales, y que se enfrentan a un futuro ambiguo que no pueden cambiar. Le estamos pidiendo a la gente que gaste una parte de su vida trabajando, a cambio de un salario, pero nadie puede garantizar los planes de la empresa en el futuro, porque no depende ni siquiera de ella misma.
¿O es que alguien es capaz de predecir lo que va a pasar en los próximos cinco años? Sabemos que hay mercados emergentes en Asia, que los chinos y los indios –casi la mitad del planeta– quieren dar de comer a su gente y crecer porque ahora tienen la oportunidad, mientras en Occidente, sentados en el sofá de casa y con una renta diez veces superior, les estamos machacando con la contaminación. Es como decirle a un vagabundo que no coma un bocata de jamón porque tendrá colesterol, por favor.
En las empresas ocurren cosas similares. Cuando compro algo, yo no sé si la empresa que lo produce tiene valores, y dudo que nadie cambie la tienda que tiene al lado de su casa porque a unos minutos haya una tienda ecológica. Todo eso, y más cosas, me hacen pensar que en el mundo actual ser bueno y pensar en los demás no es rentable, y eso debería preocuparnos. La generación de veteranos a la que pertenezco aprendió a trabajar creyendo que lo bueno era más caro porque era mejor; teníamos un jefe del que aprender porque trabajaba más y se atrevía a decidir; buscábamos ser un ejemplo para nuestros hijos obviando escaquearnos de cualquier compromiso hacia ellos, incluso la televisión –algo plasta en la época–, con sólo dos canales, nos regalaba ídolos de verdad.
En la actualidad, los veteranos –salvo excepciones– están pendientes de la prejubilación y se resisten a aprender nada , más allá del outlook e Internet; casi nadie quiere enseñar su “maestria” –tampoco hay aprendices– y además venden “masters”; los precios dependen de la marca y no de la calidad; muchos padres “compran” a sus hijos con más cosas de las que necesitan; todos tienen máquinas de juego que piensan por ellos, creen comunicarse con móviles y la tele vomita basura y falsos ídolos que debe renovar porque no tienen nada que explicar.
Quiero confiar en la última generación que está llegando al mundo laboral y también trato de transmitirlo a mis alumnos universitarios. Esta generación “Y” o nintendos, algo más solidarios, empiezan a preocuparse porque lo tienen todo, se plantean que ganar dinero no sirve de mucho sino puedes disfrutarlo, incluso están dispuestos a sacrificar sueldo a cambio de tiempo. Pues bien, quiero creer que estos jóvenes –que además deberán pagarnos la pensión–, tendrán el tiempo para pensar que este mundo sin comunicación, sin tolerancia y viviendo de espaldas al 80% de la humanidad que lo está pasando mal, nos está indicando que debemos cambiar alguna cosa.