Leer es malo, o así debe parecer, porque la gente cada vez lee menos y aunque no me atreva a asegurar que los libros enseñen cosas, estoy convencido que gracias a las experiencias personales de los escritores, somos capaces de plantearnos cosas nuevas e incluso aprender al experimentarlas.
Cicerón decía que “una habitación sin libros es como un cuerpo sin alma” porque, a menudo, descubrimos nuestra espiritualidad en los demás mucho antes que en nosotros mismos.
Nosotros, igual que nuestros jóvenes, aprendimos de los valores de la sociedad que conocimos. Los que crecimos en un entorno represivo, suspirábamos por obtener la libertad que no teníamos. Después, cuando nos la entregaron, no supimos qué hacer con ella.
Durante muchas décadas de limitaciones, renegamos del capitalismo hasta que descubrimos que el socialismo sólo sirve mientras se es pobre, porque cuando alcanzas el nivel de tu vecino, ya quieres superarlo. Esta competitividad no es mala, sino que es consecuencia de la necesidad de superación del ser humano que es precisamente la que nos ha llevado a evolucionar, aunque no siempre, de una forma coherente con nuestros principios.
Se dice que el auténtico valor de una persona está mucho más cerca de su corazón que de su cartera, aunque lo cierto es que el concepto de triunfo y éxito en la vida está mucho más asociado al poder económico y material que a la riqueza del espíritu.
De la misma forma que tener más información no equivale a estar más informado, se nos están borrando hábitos como la comunicación o la lectura porque ya casi nadie los utiliza. En realidad, nunca hemos tenido tanta facilidad para conocer cosas nuevas y educarnos, pero en este mundo contradictorio, no parece que el saber más o, ni siquiera, el esfuerzo personal, sean la llaves que garanticen el triunfo y la felicidad.
Por el camino de la cultura, esperamos que la experiencia universitaria sea el yunque que debiera forjar el talante de los futuros profesionales de un país, ya que, la educación tendría que caminar por delante y formar las bases sobre las que se construya un futuro proyecto profesional.
Pero lo que ocurre en realidad es que la universidad es incapaz de enderezar los malos hábitos aprendidos repetidamente en las etapas anteriores.
Nuestros hijos están creciendo en una sociedad utópica, que vive al servicio de la perversión del marketing. Todo gira entorno al consumismo y el dinero y sino observen cómo cada mañana nos despiertan anuncios de créditos fáciles y disponibles para viajar, comprarse un coche o cambiar el sofá, por tanto, nos invitan a endeudarnos para disfrutar algo que no nos hace falta para nada.
Sobre estos “valores” se asienta nuestra sociedad y este es el escaparate de compraventa convulsiva, alimentada por mucha publicidad totalmente prescindible que contemplan nuestros hijos todos los días. Si buscábamos estimular su competitividad, lo estamos consiguiendo, aunque ésta se reducirá a tener una zapatillas mejores que su vecino o una moto más grande.
En África se dice que hace falta toda una tribu para educar un niño, mientras que aquí, dejamos que otros lo hagan y cuando nos quejamos de la falta de valores que tienen nuestros hijos o de su escasa percepción de la religiosidad, deberíamos preguntarnos qué hicimos de mal en nuestra generación para permitir que el consumismo, la inhibición o la idealización del triunfo personal para superar miserias y complejos paternos, sustituyeran el tiempo y el espacio para comunicarnos y entendernos con ellos.
Los niños africanos viven en la calle, rodeados de todo y de todos, familia, amigos, personas, animales, parientes, extraños, juegos y espiritualidad, hasta el vudú tiene su espacio y la consigna acostumbra a simplificarse en buscar sobrevivir y ser feliz.
Mientras tanto, nosotros creemos ser los privilegiados del planeta. Decidimos llevar a los hijos precozmente a la escuela, ya que así, podemos dedicarnos a obtener más euros para gastar. Los dejamos con canguros y los aislamos por las tardes con dibujitos televisivos, pero eso sí, los llenamos de juguetes o mejor dicho, de bonitas cajas con ridículos muñecos de fantasía que no han construido y encima pretendemos que jueguen y sean creativos.
Naturalmente, tienen poco tiempo para leer y su religiosidad es copia de la nuestra. Ignoran nuestras creencias porque no las compartimos con ellos y se nutren de otros principios gracias a nuestra ausencia. Ellos viven, comen y duermen en el mismo escaparate mercantil en el que estamos todos y, muy pronto, descubren que el valor del dinero sirve para comprar la libertad que no podemos ofrecerles, ya que ni siquiera, les dejamos pensar por su cuenta.
Durante su etapa universitaria viven engañados tras la zanahoria de un título o un diploma que combinado con algún master será el pasaporte imaginario que les abra las puertas del éxito. Piensan que cuando acaben sus estudios, las empresas se volverán locos por contratarles, llenarles los bolsillos y entonces tendrán un coche, muchos juguetes tecnológicos y más cosas, de esta forma el dinero les hará libres y serán felices.
La historia puede ser parecida a ésta, aunque en la realidad ocurra exactamente lo contrario. El éxito depende de ser uno mismo, del equilibrio entre tener salud, un trabajo enriquecedor, buenas relaciones y especialmente una actitud positiva. Si conseguimos ser, podremos hacer cosas útiles y eficientes que nos compensarán y por ello lograremos el éxito.
No nos equivoquemos contando las historias desde el final, los ejemplos cotidianos de los personajillos de la tele no nos sirven, las pelis sólo son sueños de otros y no nos valen para escribir nuestra propia historia. De hecho, no sirve nada de los demás, salvo aquellas cosas que podamos experimentar personalmente y que nos permitan estar bien y vivir en congruencia con nosotros mismos, de esta forma, contribuiremos a mejorar un poco nuestro entorno y eso, sí vale la pena.