Colgados de una nube

Recién entrados en el tercer año del milenio y las noticias sobre la tribu humana no son nada alentadoras. Las familias ricas siguen desintegrándose, la caja tonta ha conseguido eliminar el mantel compartido de las mesas honradas y la radio nocturna se ha convertido en sudario de corazones solitarios. Pero, la cultura televisiva sigue vendiendo toda la basura de una sociedad que ha optado por la misantropía digital antes que la comunicación humana.

El trabajo sigue mal repartido. Se está jubilando el talento, las escasas buenas ideas son devoradas por la temible alianza entre el marketing y la tecnología, y es probable que en poco tiempo acabemos perdiendo la escasa individualidad de la que disfrutábamos cuando podíamos sacar nuestra silla a la calle para charlar con los amigos en las noches tibias de verano.

Es como vivir colgados de una nube, dejándonos llevar por los vientos de la tecnología de la comunicación, sin ni siquiera el tiempo necesario para reflexionar sobre lo que está pasando. 

Estamos viviendo de prestado, negociando estos buenos momentos que pasamos con la gente que queremos, esperando impasibles el cambio que nos devuelva la ilusión por emprender nuevos retos y deseando ganarnos la autoestima todos los días aunque sea detrás de una sonrisa de reconocimiento de los demás.

Ni siquiera noticias tan deseables como las rebajas del IRPF previstas para el año próximo, ni las promesas políticas, ni tampoco la posibilidad de poseer todo lo deseable, son capaces de arrancarnos de esta sensación de incertidumbre que se está generando en este nuevo milenio.

Si el símbolo de la guerra fría fue el famoso muro de Berlín, el de la globalización será la red, la posibilidad de contactar todos con todos y además con oficinas virtuales siempre abiertas. Ello nos permitirá disponer de todas las herramientas posibles para comunicarnos, ahora ya sólo faltará saber qué decirnos.

Porque el problema sigue siendo de comunicación personal. Estamos engendrando una sociedad abonada al móvil, la playstation, Internet, los satélites digitales, pero aquí nadie habla con nadie, ni los padres con los hijos, ni los empleados con los patrones, ni los profesores con sus alumnos. Todos dicen cosas pero nadie se comunica de verdad.

Todos vivimos con el miedo al compromiso, por eso los hijos pasan treinta años en casa, muchos trabajadores aguantan un empleo que no les gusta para no arriesgarse a cambiar y muchos jóvenes se han convertido en saltamontes laborales que atrapan el dinero para correr hacia el mejor postor.

Compromiso, lealtad, valores, ética,… son conceptos de los que sólo hablan los libros y del que son cómplices muchos pequeños empresarios y profesionales que sostienen casi a pulso el país porque las ayudas son pocas y demasiado envenenadas de burocracia y Europa sigue estando lejos excepto para los políticos. No obstante, aún tenemos la posibilidad de cambiar.

El camino pasaría por recuperar nuestro poder individual y como grupo humano, puesto que nuestro mayor patrimonio es precisamente la imaginación y nuestros sueños, aunque no coticen en bolsa, seguro que podemos trepar a un árbol y ver el bosque al mismo tiempo, y de paso este camino que empieza por conocernos mejor a nosotros mismos.

Cada trabajador es esencialmente una persona con determinadas habilidades naturales que pueden desarrollarse, conocimientos potenciales que pueden adquirirse y especialmente con una actitud propia para aprender haciendo cosas, errando a menudo pero analizando la experiencia personal.

Es mejor tocar el suelo con los pies que estar colgado del cuello de esa nube a expensas de donde te lleve el viento. Vale la pena identificar los valores personales, formarse en lo necesario, invertir en este patrimonio único que somos nosotros para poder elegir dónde queremos compartir lo que sabemos.